Por una sonrisa de tortuga

Hoy escribo aquí, más que una entrada, una reflexión que he hecho sobre mi vida, para que la lea quién guste de conocer los pensamientos más profundos, esos que se consiguen tras años de búsqueda, de otras personas.

Desde siempre he sentido una fuerte necesidad de ayudar. No sé por qué, pero ahí estaba y sigue estando. Uno de mis primeros recuerdos es en el patio de mi antiguo colegio. Tenía cinco años y estaba en infantil; eso me convertía en una de las "mayores" del patio. Unas niñas de tres años lloraban, no recuerdo por qué, pero logré inventarme una especie de teatrillo para hacerlas reír. Funcionó.

Casi al mismo tiempo también se desarrolló en mí una fuerte pasión hacia el mundo natural. Tuve la fortuna de que mi entorno no "me capó" demasiado, o como prefiero decir, "me dejaron ser", hasta cierto punto, claro.

Así, crecí con la idea de que quería salvar al mundo. En mi inocencia, me veía como una gran científica protectora de la naturaleza, y más adelante como alto cargo de Greenpeace (¡cuánto me habían hablado del Rainbow Warrior!).

Luego pasa el tiempo y la vida te pone en tu lugar. ¡Ilusa de mí! ¡Salvar al mundo! Mi máximo cargo en esta vida ha sido ser delegada de clase en la universidad... 
Al fin comprendí que una simple ciudadana de a pie no va a salvar ni a cambiar el mundo. No en toda la magnitud de la palabra. Y justo aquí es cuando la cosa se pone interesante.

La vida nunca cierra una puerta sin abrirte otra. El problema es que nos empecinamos, a menudo, en tratar de abrir de nuevo esas puertas cerradas, que quizá lo vayan a estar por mucho tiempo... o incluso, para siempre. Por eso no aprendemos la lección y nos chocamos de nuevo con la misma piedra.

Hace algunos años que puse todo mi empeño en dejar de abrir puertas cerradas y aventurarme a las abiertas. Sigo tropezando, como cualquier hijo de vecino, pero eso no me desespera y trato de corregir mi error en cuanto soy consciente de él.

Por eso decidí cerrar la puerta de salvar al mundo, vuelvo a recalcar, con toda la magnitud de esa frase. Ahora tengo un trabajo humilde en un centro también humilde, como una simple y humilde educadora ambiental como tantas que hay. Y me he dado cuenta de que... ¡estoy salvando el mundo! Sí, a pequeña escala. ¿Pero no es acaso así como se forjan los grandes cambios? 

Salvas el mundo cuando un niño de cinco años te recita de cabo a rabo la biología del liquen y sus padres, emocionados, te explican que ya se la contaste en otra actividad, y que le fascinó tanto que desde entonces no ha parado de aprender. Ahora le preocupa que el aire esté limpio.

Salvas el mundo cuando un señor de mediana edad, a priori serio, se emociona al encontrar una egagrópila, justo después de que le hayas contado lo que es y le hayas enseñado una imagen, y se pasea por el bosque egagrópila en mano mientras grita triunfador: "¡y tiene huesito y todo!". Ahora le fascinan las rapaces y se preocupa por su entorno.

Salvas el mundo cuando una niña te trae al huerto una mariquita, porque le has explicado su valor e importancia. Y con una sonrisa encantadora, añade: "la cuidaré en el camino de vuelta y la soltaré en el jardín de mi casa, así será feliz". Ahora cuida de insectos de los que antes se asustaba.

Salvas el mundo cuando una madre decide apuntarse a las lecciones de huerto ecológico. Cree que es lo mejor para ella y para su recién nacido, que lleva arropado junto a su cuerpo en una preciosa tela multicolor. Ella aprenderá sobre huertos en equilibrio con el medio ambiente, y su pequeño tendrá las bases sentadas desde antes incluso de aprender a andar.

Salvas el mundo cuando un padre sonríe viendo como sus hijos fabrican un juguete en material reciclado. Ahora se plantea comprar menos juguetes y reutilizar los materiales que tiene en casa. ¡Así también pasarán más tiempo juntos!

Salvas el mundo cuando convences a una niña de cuatro años, y de paso a toda su familia, de no usar pajitas desechables. Primero, porque no son necesarias, segundo, porque se pueden sustituir por otras reutilizables y tercero y principal, por lo mucho que contaminan.
En un principio, no parece muy convencida. Quiere su pajita para tomar la leche.
Después, le cuento que los plásticos, en ocasiones, van a parar al mar. Algunos animales los consumen, pensando que son alimento, y acaban enfermando. Soy partícipe de no edulcorar la realidad a los niños; si no te pasas de gore no se traumatizan, y por supuesto, captan el mensaje mejor que con un simple "porque es bueno". Le explico que a las tortugas marinas se les quedan enganchados en la nariz, con lo cual, les acaba costando respirar. 
La niña frunce el ceño. "Quiero usar siempre la misma pajita", dice con determinación. Ella ama a las tortugas y quiere que estén bien, aunque resida en el corazón de la Península Ibérica y probablemente vea pocas.
"Está bien, compraremos una reutilizable en el camino de vuelta a casa", responden sus padres.
En ese momento, sonrío. "Esta niña tiene cuatro años", pienso. "Hay niños que siguen bebiendo con pajita hasta los 6, 8, 10 o más, incluso muchos adultos lo hacen. ¿Cuántas pajitas habré evitado, de forma directa, que acaben en el mar? ¿700? ¿Más de 1000? Y eso sin contar a sus hermanos... ¿Le contarán esto a otros niños? ¿Lograré evitar toneladas de desperdicios de forma indirecta?".
Y sonreí. Y sigo haciéndolo cuando recuerdo esta anécdota.
Me gusta pensar, que, en algún rincón del océano, una tortuga está sonriendo porque una pajita no se ha metido en su camino.
Sólo por una sonrisa de tortuga, todo el trabajo merece la pena.



Ya para desempalagar de tanta ñoñería, alguien que haya tenido el tesón de llegar hasta aquí pensará: "Pero Marieta, ¿dónde está la tortuga? ¡Yo quiero una foto de una tortuga! ¡Me lo prometiste en el título".
Bueno, pues no tengo fotos de tortugas y menos de tortugas sonriendo, y no quiero robarle nada a San Google. Así que me he dicho, bueno, en el fondo este blog siempre habla de la belleza del mundo, ¿no? Pues toma belleza. Os comparto esta foto de unos preciosos... atención al nombre... Tragopogon porrifolius. Unas bonitas plantas de la familia de las compuestas que crecen en herbazales y a los márgenes de los caminos (como estas) y cuya raíz es comestible antes de la floración y sólo si se cocina bien.

Ale, ¡buenas noches!

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