El cielo amenazaba tormenta, pero eso no nos detuvo.
Habíamos ido a aprender, y aún con el peor de los escenarios íbamos a formarnos. El viaje hasta Doñana había sido largo, y había que aprovecharlo.
El primer día iba a transcurrir de acá para allá, entre caminos y senderos, con algunas paradas estratégicas, para conocer el parque y todas sus maravillas, sus formaciones y sus ecosistemas.
Paramos en un prado, donde el ganado vive y pace tranquilamente; se trata de prados mancomunales, es decir, que vecinos y vecinas de la zona tienen el derecho a utilizarlos, y se organizan para aprovecharlos y cuidarlos.
No me centré, sin embargo, en los apacibles caballos, sino en la mancha marrón del centro de la foto: una preciosa rapaz, casi cubierta por la hierba. Me pareció curioso el contraste de tamaños y formas de vida.
Mientras, golondrinas y otras aves revoloteaban a nuestro alrededor.
Subimos al coche, eramos una larga comitiva, y yo tenía la fortuna de viajar con el profesor, que por tanto era el guía y por ende dirigía la expedición, así que iba en primer lugar, disfrutando en primicia de las aves del lugar.
Eso no significa, sin embargo, que sea fácil fotografiarlas, porque la mayor parte de las veces, huyen asustadas. Como muestra, una foto "en blanco" (mi blanco escapó).
Aunque de vez en cuando, la insistencia tiene recompensa. Garza real, Ardea cinerea.
Las fotos de la garza real fueron tomadas en la zona de Aznalcóllar.
En el 98 se rompió la balsa de una mina y aguas y lodos tóxicos iban a penetrar en las aguas de Doñana, poniendo en jaque el Parque.
Gracias a la pericia de especialistas y trabajadores, justo en ese punto se logró construir un dique de contención. La carretera por la que discurríamos estaba sobre dicho dique.
Es increíble lo que con el esfuerzo humano bien empleado se puede lograr, porque no sólo se frenó el vertido contaminante, también se ha recuperado la zona de modo excepcional, y es el corredor que une Sierra Morena con Doñana.
Nuevas aves aparecen a nuestro paso. Garceta grande, Ardea alba.
Y esta tan curiosa es una espátula común, Platea leucorodia. Una lástima no haberla podido observar más de cera, es realmente fascinante.
Nuestro vehículo se volvió a detener ante esta imagen. Una garza real y toda una bandada de cigüeñas negras, Ciconia nigra.
Casi todos conocemos la común, blanca, pero la negra no es tan fácil de ver y por tanto no está en el imaginario colectivo.
Blanco y negro, la negra con manchas blancas y la blanca con manchas negras. Como el ying y el yang.
A la hora de la supervivencia, también son así: la cigüeña común ha sido capaz de adaptarse perfectamente a la presión humana, incluso ha sabido sacarle partido (buena muestra de ello son las nidificaciones en construcciones humanas); en tanto que la negra, más sensible, no ha modificado sus hábitos y ahora su población está mucho más reducida que en otros tiempos.
Adaptarse o morir, como dijera Darwin, aunque no tengo claro si era consciente del efecto tan fuerte que, consciente o inconscientemente causa el ser humano en las poblaciones vivas del planeta.
En definitiva, disfrutar de las cigüeñas negras es todo un regalo.
¡Qué vuelo tan majestuoso!
Aquí vemos, a través del cristal del coche, un cernícalo.
¿Sabéis de dónde viene su nombre? Se llama así porque se cierne, se queda inmóvil en el cielo, oteando el suelo, antes de lanzarse en picado y caer sobre su presa.
Si ves un ave con ese comportamiento, casi seguro será un cernícalo.
Nueva parada, en busca de nuevas aves.
Nos explicaron que en lugares abiertos, como estos prados, cualquier elemento que rompa con la horizontalidad del paisaje y se eleve un poco (tronco, poste, valla...) es un lugar clave para encontrar pequeñas rapaces, pues usan dichos enclaves como oteadero.
No vimos ninguna, pero nos entretuvimos con estas maravillosas orugas. Si veis una oruga peluda, como esta, es mejor no tocarla: hay muchas probabilidades de que sea urticante.
Nuestro profesor, sin embargo, la acarició tan campante y demostró que ésta en concreto no lo era.
Lo que seguimos sin saber, es la especie.
Paramos a comer en un centro de interpretación donde había mesas a tal efecto, una pequeña cafetería, y lo más importante: un imponente ventanal que nos regalaba estas preciosas vistas.
Lo bueno es que estaba tintado de modo que las aves ni nos vieran, ni se confundiesen viendo el reflejo del cristal y pensando que era una prolongación de la laguna; ni sustos ni choques.
Yo tenía sueño, y me chuté cafeína en vena. Los flamencos, sin embargo, disfrutaban de su hora de siesta.
Pero el hambre no entiende de siestas. Una bandada de anátidas (lo que comúnmente se conoce como pato), levantó el vuelo espantada.
Aquí, su hambriento perseguidor, que por el momento parece no haberse cobrado ninguna pieza.
Parece ser que el Sol comenzaba a brillar y a sobreponerse sobre el denso manto de nubes, por lo que aproveché para retratar estas bellas Silene colorata, que comúnmente se conocen como collejas, y cuyas hojas basales se consumían en ensalada.
Una de mis flores favoritas, sin duda.
Algo más avanzada la tarde, las nubes volvieron a ganar terreno, y la alimentación volvió a ser la actividad primordial.
Esto que vemos aquí es un coto, y es el nombre que reciben los espacios boscosos-adehesados en Doñana.
Por aquí es "frecuente" (y lo pongo entre comillas porque es muy complicado, pero es donde es menos complicado) ver al famosísimo lince ibérico.
Desde tan lejos fue imposible encontrarlo, claro está, pero pudimos disfrutar en la distancia de esta manada de ciervos.
Estaban tan lejos que la calidad de la foto es pésima, pero quería dejar testimonio.
¡Es gigantesca esta manada! ¿No?
La preciosa Luna comenzaba a asomar, juguetona, entre las nubes.
¿Sería ya la hora de recoger?
Desde luego, nuestro emplumado compañero no se lo iba a pensar demasiado... Nos observaba indeciso, ¿saldría volando?
Volvimos a subir al coche; disfruté observando el paisaje y el jugueteo del Sol entre las nubes.
Viendo este paisaje, llano, repleto de pasto hasta el infinito, salpicado en ocasiones de ganado, una se sentía en el salvaje oeste.
No sólo había ganado. También tuvimos la fortuna de toparnos con alguna grulla.
Esta pequeña laguna, con estos bellísimos colores, dio pie a una de las fotos que más me gustaron del viaje.
Esto son moritos, una clase de ibis cuyo nombre científico es Plegadis falcinellus.
En otro tiempo estuvieron muy amenazados, y tuvieron en Doñana su último reducto de la Península Ibérica.
Ahora, su población ha aumentado exponencialmente, y han reconquistado sus antiguos hábitats.
De hecho, en mi tierra, por l'Albufera he alcanzado a ver en algún tancat. Aunque no en tanta cantidad y esplendor como aquí.
¡Son una maravilla, sobre todo en vuelo!
Cuando se posan, y en función de su anatomía y de cómo incidan en ellos los rayos de Sol, sus colores cambian, desde tonos oscuros a casi negros, hasta verdes irisados.
Nuevamente, una garceta grande.
Esta foto no destaca por su calidad, destaca por lo poco usual: los oscuros son estorninos y los claros cernícalos.
Es algo desconcertante el hecho de saber que un cernícalo podría acabar con la vida de un estornino fácilmente, y de hecho forman parte de su dieta... y sin embargo aquí están tan ricamente.
Últimas imágenes del rodeo. Aquí, escondido en la mata verde del centro, un pequeño triguero o escribano triguero, Milaria calandra.
Simplemente, precioso.
Y para finalizar, una abubilla, Upupa epops, para mí una de las aves más carismáticas de nuestra tierra.
Aquí la tenemos, disfrutando de los últimos rayos del Sol, como diciendo, "hasta mañana, compañeros".
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