En el campo de trabajo los días se sucedían con una cadencia similar, sin embargo, nunca eran iguales. Por las mañanas íbamos, como no, a la zona de trabajo, que ya os enseñaré más adelante. Y por las tardes y las noches... ¡sorpresa! Cada día nos esperaba una actividad.
Al día siguiente de haber llegado, nos esperaba la primera sorpresa: una ruta por los campos de Monleras.
Por delante del grupo, un camino que discurría entre campos de cereales y dehesas, agostados ya por el calor, pero de belleza sin igual.
Aunque el Sol había brillado toda la mañana, nada más salir del albergue nos sorprendió un aguacero de verano. Goterones gruesos, que impactaban contra nuestras desprevenidas cabezas (y mi cámara, ¡oh, no!), pero que duraron poco, y nos refrescaron.
Aproveché el momento para fotografiar las nubes de tormenta y el juego de luces con el Sol, que me encantan.
El cielo azul y morado, las encinas verdes salpicando el amarillo del cereal, el camino de tierra blanca... Amé, cada uno de los días que aquí estuve, esta maravillosa paleta de colores.
Poco a poco, la tormenta se disipó, dando pie a nuevos colores en el cielo.
Esta construcción es una porquera. Aquí, alejados de todo y todos, criaban y cuidaban a los cerdos. Hoy, sólo quedan las construcciones como mudos testigos de esta práctica ancestral que se ha perdido con la modernización.
Proseguimos con la marcha...
Entramos a campo abierto. Ahora sí que había sólo dehesa. La inmensa planicie llegaba hasta donde alcanza la vista.
Me fijé, mientras andaba, en esta curiosa leguminosa. Con sus blanquecinas pilosidades al viento, incluso podía recordar, vagamente, una mancha de nieve. Ilusión que desaparecía al ver sus flores y sus tallos, y al sentir el calor veraniego.
No era la única que disfrutaba de las flores, pues me encontré con este insecto, presumiblemente un Trichodes octopuntatus. Un bonito escarabajo, que se conoce también por el nombre de "escarabajo de ocho puntos".
Algunos pensaréis, "Pues parece una mariquita". En efecto, lo parece. Y es esto lo que le permite defenderse de sus depredadores, en un fenómeno denominado "mimetismo batesiano". Y es que, el escarabajo de ocho puntos no tiene veneno, ni armas, ni un sabor desagradable que aleje a sus enemigos; así pues, imita los colores de la mariquita, un voraz depredador, para que sus potenciales verdugos lo confundan, se asusten, y decidan no comerlo. Todo un arte, el del camuflaje, llevado a su máxima expresión con este compañero de aventuras.
La ruta seguía, y de repente, cambiamos de tercio y encontramos este bello tapiz verde, que aparentemente no pintaba nada en medio de la reseca dehesa.
Nuestros guías nos contaron que antaño esto era un lavadero (a más de media hora de camino del pueblo, ¡menuda travesía!), y aún hoy el agua discurre por aquí, propiciando la aparición de este aromático vergel, donde la deliciosa menta era una de las protagonistas.
Avanzando sin temor, aquí podéis ver a algunas y algunos de mis acompañantes
Vista desde la vertical de un azulado cardo, con un ácaro rojo sobre él. ¡Qué maravilla de formas y colores nos regala la naturaleza si la sabemos observar!
Seguimos avanzando, mudos, ante la belleza del paisaje.
¿Sabías que...? Es el momento de una curiosidad, que puede que ya haya mencionado, pero no está de más recordar.
El ecosistema terrestre más biodiverso del planeta es la selva tropical, y el segundo es, nada más y nada menos, que la dehesa.
Eso nos debe hacer reflexionar en dos cosas:
1. La intervención humana no es necesariamente mala en los bosques. Lo es, si se hace sin medida, pero cuando el desarrollo humano va a la par del natural, tenemos tesoros como éste.
2. Puede que la dehesa no tenga la majestuosidad del bosque tropical o la magia de un hayedo, pero tiene el poder de las plantas medicinales y aromáticas, la gracia de las gramíneas, la calidez de las encinas... Por no entrar a hablar de la fauna tan rica que tiene. Por tanto, es hora de que comencemos a valorar realmente lo que tenemos y a protegerlo como se merece.
Por lo visto, mientras me perdía en mis reflexiones y en mis fotografías, también me perdía de mi grupo. ¡Menos mal que estoy adaptada a correr campo a través!
Nuevamente, la dehesa y las nubes. Me encantan
Estos charcos servían de abrevadero para el ganado. Casualmente, en las cercanías había un roquedo, el único a kilómetros, que proyecta buena sombra en los días de intenso sol. Todo un regalo que fue aprovechado durante generaciones de ganaderos.
Aquí, la charca.
Este otro roquedo, de los pocos supervivientes a la erosión, se hacía llamar becerril. ¿Será porque a su alrededor pacían los becerros? Me quedé con la duda, y puesto que tengo una amiga viviendo en una localidad llamada Becerril de la Sierra, decidí exportarla hacia allí; quizá me sepan contestar. Si es así, os lo haré saber.
Una encina, relativamente joven, mostraba sus ramas y su escaso follaje al visitante.
El becerril, algo más de cerca.
Salimos del roquedo y seguimos andando. No pude determinar qué planta era esta por no perderme, pero su curiosa inflorescencia quedará para el recuerdo.
De repente, volvió a llover, mientras el sol brillaba. Traté de captar las enormes gotas de lluvia. No sé qué tal ha quedado, pero igualmente comparto el resultado.
Esta es la reconstrucción de un molino de agua. Es muy interesante, pues, a diferencia de la mayoría de molinos, tiene una presa en la parte que precede a las aspas. Así, se aseguraban de tener agua durante todo el año (aquí los veranos son muy secos y los cursos de agua se secan), y por tanto, de poder trabajar. Toda una obra de ingeniería que ha sido restaurada para que podamos seguir aprendiendo y maravillándonos con ella.
Seguimos con la lluvia cayendo en el esparto. ¡Era una delicia poder refrescarse de forma tan natural!
Mientras entrábamos y salíamos del molino, esta bella rapaz nos observaba, y oteaba el horizonte, a partes iguales.
Nos despedimos del molino, disfrutando una vez más de todas las sorpresas y conocimientos que nos brindaba.
El molino era la parada final del recorrido, a partir de ahí, regresamos al albergue. En el camino, un clavel silvestre (como me dijeron por la zona), cuyo nombre científico es Centaurea cyanus L, destacaba por sus bellos colores.
Se trata de una planta muy querida por sus propiedades medicinales, especialmente aquellas relacionadas con la mejora de la vista y los problemas oculares.
Preciosa y utilísima, ¿qué más se puede pedir?
Los últimos vistazos del día hacia la dehesa
Al lado del camino, la vegetación nos seguía dando sorpresas y alegrando la vista.
Y para sorpresa, esta despensa de alcaudón.
No, no penséis que este escarabajo se ha clavado ahí por accidente: lo ha empalado un ave. Y es que los alcaudones son unos voraces depredadores, que, cuando se sienten saciados, depositan a sus presas en espinos, ya sean naturales o no, y así las tienen disponibles (y alejadas de carroñeros) para más adelante.
Grandes insectos, pequeños mamíferos, lagartijas... Nada escapa de ser cazado y empalado por las garras de un alcaudón.
Puesto que la vida son ciclos, decido cerrar esta aventura igual que la empecé: enfocando al cielo, el lugar en el que me sentí esos 15 días en el campo de trabajo de Monleras.
¡Nos vemos en la próxima entrada!