En una de esas treguas que de vez en cuando nos da el calendario, decidimos parar a respirar
en tierra ajena. Cargamos el coche y nos marchamos a Cuenca.
El primer tramo del viaje se desarrolló sin problemas: visitamos las casas colgantes, el casco
antiguo, la Catedral… En fin, todo aquello que un buen turista debe hacer durante su visita. Me
divirtió ver, mientras nos tomábamos una foto grupal, unos ojazos en plena montaña. Nunca
supe qué hacían allí, pero me hicieron reír. Me siento extrañamente observada… ¿por qué
será?
Por la tarde, pretendíamos visitar la Ciudad Encantada, y al terminar la visita, dirigirnos a un
camping que nos venía de paso. La visita fue preciosa, y nos dejó momentos muy agradables y
divertidos, dignos de ser recordados, así como bellas fotos.
Sin embargo, el cielo, despejado por la mañana había comenzado a nublarse a marchas
forzadas y desobedeciendo a todos los pronósticos del día
Conseguimos finalizar la visita y ponernos en marcha, pero a medio camino el cielo pareció
abrirse por la mitad y abocar el agua de golpe. Perdidos en una carretera desconocida, en
mitad de un diluvio que no permitía ver más allá que unos pocos metros y con la pocas horas
de luz por delante, pasamos unos instantes de duda y congoja.
Al final, logramos llegar al camping, pero el suelo estaba tan mojado que era imposible plantar
una tienda de campaña sin ponerse perdido de barro y que el agua filtrara. Pero una vez más,
la suerte vino en nuestra búsqueda: el camping contaba con una pequeña cabaña, y allí fue
donde nos dirigimos.
Nos acomodamos justo durante la puesta de sol, y aproveché para tomar estas fotos:
Al día siguiente, los nubarrones habían desaparecido del mismo modo en que aparecieron.
Recogimos el equipaje y continuamos nuestro camino, con un gran recuerdo de la anécdota.
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