Soy de aquellas personas que opina que el planeta Tierra debería llamarse planeta Agua. El
nombre que le damos denota otra vez el egoísmo del ser humano, que da prioridad a aquello
que le importa, en vez de al conjunto global.
De vez en cuando, en parte para relajarme y en parte para recordar quién es uno de los
mayores reguladores del planeta, voy al mar. Allí siempre me acoge la pequeña playa, con sus
dunas (un tesoro ecológico) y el arrullo del mar de fondo.
Siento la misma pasión por el mar que por el monte, por andar descalza sobre la arena que
sobre hierba, por fotografiar peces que por pájaros. Así pues, hoy os brindo unas imágenes de
la playa donde suelo veranear.
La primera corresponde al atardecer del pasado 21 de junio. Justo cuando hacía esta foto,
volvía de un agradable paseo con mis seres más queridos, y en el que nos encontramos una
boda en plena playa. Rodeamos a los allí presentes (ellos con trajes de gala, nosotros en
bañador) y escuchamos un par de canciones. Luego nos retiramos a buscar alguna hoguera
sobre la que saltar para celebrar la noche de San Juan.
Estas otras son de la duna, un pequeño reducto de lo que un día fue nuestro litoral. Me
encanta ver como se mecen las hierbas al compás del viento, y observar la ondulación de la
arena.
Finalmente, una muestra de lo que son los amaneceres a la orilla del mar. Aquél día en
concreto íbamos a bucear, y nos encontramos con este bonito espectáculo: luz, agua, nubes,
magia.
Mi favorita, sin duda, es esta:
Cada vez que la veo, resuena una voz en mi mente: “Hola, soy Dios. Ven aquí.” Claro que, sin
barco…