Y esto es, una vez más, Xàtiva. Su castillo, sus edificios, las montañas de alrededor, la Solana... vistos de perfil, y en concreto desde el pedestal de La Creueta.
Coronando la Serra Vernissa, esta enorme cruz de metal, observable desde todo el municipio, fue el primer hito a alcanzar esa jornada. El desnivel es pronunciado, el camino, en ocasiones se desvanece, y los estragos de las navidades se notan. Pero solo por estas vistas, ya vale la pena.
Paso de lo grande a lo pequeño. Junto a la cruz, entre las rocas, viven estas pequeñas, hermosas y aguerridas florecillas. Se trata de Chaenorhinum origanifolium L., probablemente la subespecie crassifolium. También recibe el nombre de espuelilla o esperons de roca.
Lo que realmente hace especial a esta especie es su amor a la vida. Crece, como otras rupícolas, en roquedos, donde otras plantas algo más exigentes no podrían hacerlo. Indica que el suelo donde crece es muy básico y pobre en nitrógeno, que tiene una sequía y un calor extremos y que apenas le da la sombra. Toda una superviviente del mediterráneo.
Y a pesar de las adversidades del medio, fijaos qué preciosa es. Tenemos auténticos tesoros escondidos en la hendidura de cada roca.
Puede que esta foto os sorprenda. No tiene calidad ninguna. No tiene nada que ver con el mundo natural. Cualquier palabra bonita sobre ella es cuestionable. ¿Entonces? ¿Qué hace aquí? Es una simple cuestión de orgullo personal. Quería demostrar que la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia es visible desde Xàtiva en un día despejado y con el objetivo adecuado. Et voilà.
¿Quién, criado en el mediterráneo, no conoce esta planta? La chumbera, la figa palera. O, en su nombre científico, Opuntia ficus-indica L.
Es una cactácea, y como la mayoría de especies de su familia, no posee hojas como tal, sino una estructura denominada cladodio, un tallo aplastado que actúa como hoja. Espinosa hasta en el fruto, aunque dicen que, debidamente pelado, está delicioso.
Como todas las cactáceas (excepto una, Rhipsalis baccifera) tiene su origen en el continente americano. Esta, en concreto, proviene de México. Por tanto, no es una especie autóctona, es una colonizadora, a veces con tintes invasores, que se expandió por nuestras tierras tras comenzar el comercio con el Nuevo Mundo. Tras tantos años, se considera que la especie ya se ha naturalizado en el Mediterráneo, y forma parte indivisible de sus paisajes más tórridos.
Un olivo silvestre, o acebuche, visto a contraluz.
Seguíamos adelante. Había que alcanzar un vértice geodésico, en lo más alto de la montaña...
... y habíamos dejado muy atrás La Creueta. Todo esto, a través de un camino que se desvanecía cada dos por tres, cuyas marcas eran difíciles de seguir. Entre rocas sueltas, procesionaria y bajo un sol muy poco clemente para tratarse del mes de enero.
¡Todo un reto!
No contentos con ello, seguimos cresteando hacia el siguiente objetivo: La Penya San Dídac.
Ya bajando, hayamos esta bellísima, aunque espinosa aliaga (Ulex parviflorus Pourr). Sus bellos colores iluminan el paisaje invernal.
También animan las numerosísimas Diplotaxis erucoides L. Una pequeña planta que florece en otoño e invierno, tras las primeras lluvias, y que tapiza campos de cultivo enteros, como éste, justo detrás de San Diego.
Para mí, que vivo en un municipio donde nieva una vez cada veinticinco años (y si cuaja es motivo de fiesta mayor) es un sustituto ideal, cálido y perfumado.
También son un soporte ideal para las abejas, que lejos de morir con el frío del invierno, que aquí no existe, se afanan en trabajar duro. Y estas flores les proporcionan el necesario alimento.
Una combinación perfecta: las abejas no mueren de hambre y estas flores son fácilmente polinizadas, pues tienen pocas competidoras en esta época del año.
Un tapiz de musgo. Verde, mullido, suave... me encanta.
¿Qué espantosos acontecimientos habrá presenciado esta pobre chumbera para quedarse tan asustada?
Más herbáceas de invierno, pugnando por abrirse paso hacia la luz. Esta corona espinosa parece ser una Carlina, aunque es muy complicado determinar la especie.
Ya habíamos atravesado la Solana. San Diego, La Creueta e incluso el castillo quedaban lejos ya.
Luego, acabamos de cruzar la Solana, tomamos otra senda y cruzamos por la umbría, tomando la ruta de La Costa del Castell.
El viejo ciprés, marcando el fin del tramo accidentado, siempre tiene una única gotita ámbar resbalando por su corteza. No se el por qué, pero es un detalle que me encanta.
Casi al final de la ruta, el campanario de la Seu surgía entre chumberas.
Y así, concluyó la ruta. Sólo quedaba regresar a casa, darse una buena ducha... y a flotar entre las nubes de un merecidísimo descanso.
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