Especial Costa Rica: Últimos retazos de un viaje inigualable

El último día del viaje, antes de regresar a Cartago, hacer las maletas y volver a España, decidimos aprovechar el tiempo hasta el último segundo.
Decidimos, como muchos otros turistas, alquilar bicicletas y pedalear a lo largo de las hermosísimas playas del Caribe, como Puerto Viejo y Punta Uvita.

No tengo muchas fotografías del trayecto; bastante me costaba poder mantenerme sobre la bicicleta; siempre he sido de equilibrio precario. ¡Así que retratar el mundo mientras voy a golpe de pedal, me es imposible!

Tengo un recuerdo muy grabado a fuego, y es que los monos congos se divertían lanzando fruta a los ciclistas, y gritaban, con sus características voces, cuando levantábamos la cabeza. ¡Casi parecía que se riesen de nuestros sustos!

Hicimos una parada en esta hermosa playa, donde dimos un paseo, nos relajamos y buceamos un poco. ¡Qué placer más grande estar aquí!



Justo antes de salir de nuevo, reparé en este árbol, con su cuerda presta para que personas aventureras se agarrasen a ella y saltasen. ¡Las mejores aventuras se encuentran en lugares inesperados!



Esto es Punta Uva. No recuerdo si es que el camino no seguía o es que ya estábamos demasiado lejos, pero fue nuestra parada final.
La verdad es que parecía el paraíso.


Aparcamos las bicicletas en diversas palmeras, y nos dispusimos a andar. Llegamos a un río, que me llamó poderosamente la atención por el color de sus aguas: rojas, rojas como una puesta de sol.
Con cierto temor sumergí los pies, pero no advertí suciedad ninguna; deduzco que sería algún tipo de mineral, descomposición de árboles con taninos en la corteza, o quizá contaminación química... ¿Quién sabe?


El contraste entre las aguas del río y las del mar era fascinante.



La playa, desde las aguas del río.


Y el río mismo.



Proseguimos nuestro trayecto, y cada vez la sensación era más como la de estar en un paraíso. Lo único que quizá lo eclipsaba, la sensación de saber que pronto nos marcharíamos.



A diez metros de la orilla del mar, esto es lo que nos encontramos. ¡Qué densidad, qué frondosidad, qué vigor!


E incluso aquí, la huella humana se dejaba entrever.


Pequeños charcos de agua dulce, justo al lado del mar. El croar de las ranas se entremezclaba con el batir de las olas. 



Los árboles se inclinaban, como en una reverencia silenciosa, ante las aguas azules, cálidas, saladas e infinitas del Caribe.


Uno de esos árboles era tan vigoroso que nos permitió subirnos a él, y disfrutar de un momento de plena conexión.








De nuevo con los pies en el suelo, nos centramos en las pequeñas cosas del camino, como estas hermosas hojas...


... o este simpático cangrejo.




Al medio de un camino, nos apareció este grandísimo ermitaño, bien guarecido bajo una concha.




Recuperamos las bicicletas y regresamos de nuevo y por última vez, a Puerto Viejo. Pero Costa Rica tenía una última y maravillosa sorpresa. A un lado del camino comenzó a agolparse gente, cada vez más. Nos detuvimos. Y entre las ramas, reposando tan tranquilamente... ¡un perezoso!
Ni la algarabía general ni los flashes lograron despertarlo. 

Fue un punto y final sensacional a uno de los viajes más maravillosos de mi vida. 




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